Por Clara del Campo
Crecimos creyendo que los detectives eran figuras discretas. En las novelas y películas, sus mejores virtudes eran la observación, el silencio y el anonimato. Trabajaban desde las sombras, y su recompensa era la verdad, no la fama.
Hoy, muchos han cambiado la lupa por la cámara. Se exhiben en YouTube, se autodenominan “cazadores de verdades” y protagonizan videos con más morbo que método. Ya no se esconden: buscan likes, seguidores y exposición. Son detectives con ego, sedientos de atención.
Algunos no se conforman con exponer teorías. Acosan, acusan, provocan. En vez de pruebas, lanzan opiniones como si fueran veredictos. En vez de prudencia, usan el juicio público como espectáculo. Así, la verdad ya no importa: lo que importa es la viralidad.
Es preocupante. Porque cuando el que debe buscar justicia se convierte en influencer, el debido proceso se vuelve irrelevante. ¿Dónde queda el derecho a la intimidad? ¿A la defensa? ¿A la duda razonable?
No se trata de negar el valor de nuevas herramientas ni de callar verdades incómodas. Pero el investigador, antes que un personaje, debe ser un profesional. La ética no puede ser sacrificada en el altar del algoritmo.
Cuando el detective deja de buscar en silencio para gritar frente a la pantalla, todos perdemos algo más valioso que un caso resuelto: perdemos confianza. Y sin confianza, la verdad queda huérfana.